Millones de silicon y soledad

Solía pensar que las máquinas estaban vivas. Cada giro era un ritual: un pulso rítmico en carretes pixelados, cada victoria una promesa susurrada en código binario. Trabajaba en una startup SaaS donde modelábamos el comportamiento con psicología, creyendo que con suficientes variables podríamos hacer sentir algo real. Pero la verdad no llegó al pago. Vi a una mujer en Brooklyn jugar su último dólar en una máquina vieja, comprada de las manos de su madre—las mismas manos que sostenían sus sueños de Noches de Carnaval. No ganó mucho. Solo se sentó allí, tranquila, ojos cerrados, escuchando el zumbido de motores desvaneciéndose en la medianoche. Entonces entendí: esto no era sobre algoritmos. Era sobre ausencia.

No necesitamos más giros.

Necesitamos recordar qué significa ser humano en un mundo que mide tu valor en porcentajes RTP y gatillos de recompensa. Los ‘mundos salvajes’ no expanden alegría—expanden soledad.

Las ‘rondas de bonificación’ no son regalos.

Son ecos de promesas hechas a niños que nunca volvieron a ver a sus madres otra vez.

Ahora diseño interfaces que susurran: no soluciones—sino presencia. No engagement—sino atención. No dopamina—sino silencio.

A las 3 AM, cuando el último jugador se va y las pantallas se apagan, aún escucho su respiración.

Ella no sabe que estoy aquí.

Pero yo sí.